La reciente muerte en Madrid de José Montero Padilla, el pasado 25 de mayo, a los 93 años de edad, a consecuencia de una insuficiencia cardíaca, arrebata a la memoria intelectual de su ciudad natal una de las figuras más comprometidas en la divulgación, la crítica y la creación literaria y dramática, con un especial acento madrileñista y cervantista. Nacido en el barrio de Salamanca el 22 de mayo de 1930, era nieto e hijo de escritores de renombre: así, su abuelo José Montero Iglesias, fue íntimo de Benito Pérez Galdós y su padre, José Montero Alonso, casado con Eugenia Padilla, con apenas 24 años fue autor de la mejor antología poética española de su época, que le procuró el Premio Nacional de Literatura en 1928, galardón que revalidaría con el Premio Nacional de Teatro en 1944. José Montero Padilla era, asimismo, sobrino del maestro José Padilla, autor, entre otras célebres composiciones musicales, de La Violetera, El Relicario, Valencia o Ça c’est Paris, que le confirieron fama continental. Su única hermana, Eugenia Montero, ha sido bailarina de renombre internacional, escritora y periodista.
José Montero Padilla creció pues en un estimulante ambiente literario y artístico. De él impregnaría su vida, tras estudiar Filología Románica en la Universidad Complutense y doctorarse con una tesis sobre la vida y la obra de Gregorio Martínez Sierra y de su esposa, María de la O Lejárraga, que colaboró decisivamente en su nombradía literaria. Fue alumno destacado del académico Alonso Zamora Vicente, al que profesaba una devota afección. Con posterioridad a su doctorado, Montero Padilla opositaría a cátedras, para dedicarse luego a la enseñanza de la Literatura como catedrático de esta disciplina en Institutos de Enseñanza Media en Calatayud, León y Segovia, en este caso en el mismo centro docente, el Mariano Quintanilla, donde impartiera clases Antonio Machado, cuya obra poética Montero Padilla brillantemente glosaría. Años después, impartiría, también, cursos y clases en distintas Escuelas Universitarias y en su alma mater complutense.
En la ciudad castellana conoció a su futura esposa, Lola Reguera, fallecida hace 15 años. Con ella tuvo cinco hijos y fueron abuelos de ocho nietos. Tras desempeñar brevemente en ambas ciudades cargos oficiales de Educación e Información y Turismo como delegado provincial, recalaría en Madrid en los años ochenta del siglo XX, acompañado ya de una prolífica obra literaria, inicialmente dedicada a dramaturgos, poetas y ensayistas de los siglos XVIII y XIX, como Leandro Fernández Moratín, el duque de Rivas, Mariano José de Larra y José de Espronceda, con especial atención a la Generación del 98. También se destacó en el propósito literario de rescatar del olvido a escritores, cronistas y poetas, muchos de ellos madrileñistas, como Julio Nombela, Emilio Carrere, Rafael Cansinos-Assens, Felipe Sassone, Pedro de Rèpide, Jaime Delgado, Rafael Matesanz, Manuel Machado, el citado Gregorio Martínez Sierra y Emiliano Ramírez Ángel, entre otros. Especial atención dedicó al estudio y la enseñanza de la historia del Teatro, con abundante obra sobre Jacinto Benavente, así como a la Poesía, erigiéndose en pionero, en los años 50 del pasado siglo, de los estudios sobre la obra poética, muy desconocida entonces, de Emilia Pardo Bazán y, ulteriormente, sobre la obra de Gerardo Diego, como él, catedrático de Instituto en el Beatriz Galindo de la calle de Goya. Sus escritos monográficos más relevantes versaron igualmente sobre literatos de la estatura de José Martínez Ruiz, Azorín, Miguel de Unamuno y Ramón Gómez de la Serna.
En sus numerosos trabajos y publicaciones, figuraron obras como El amor y sus catástrofes, en la que postulaba las conmociones, gozosas o adversas, derivadas de los amoríos de figuras de proyección literaria relevante, además de abordar numerosos escritos sobre Historia de la Literatura, Crítica literaria, Geografía de Viajes, Cine y Dramaturgia, compendiadas en su obra Adiós Literatura adiós, editado en 2012 por el Centro de Estudios Cervantinos de Alcalá de Henares. Asimismo, cultivó el género de los cuentos, en una clave intimista.
Su estatura literaria afloró además en publicaciones del Instituto de Estudios Madrileños del que Montero Padilla fuera vicepresidente entre 1998 y 2004, entidad cultural adscrita al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, de la cual sería, junto con el periodista Enrique de Aguinaga y el arquitecto Joaquín Roldán, principal mentor. Sería también miembro de la Real Academia de San Quirce, en Segovia, ciudad de cuyo elenco cultural formó parte destacada, con numerosas obras, ensayos y publicaciones referidas a la ciudad castellana, así como a La Granja de San Ildefonso, donde pasó dilatadas temporadas. Por otra parte, su actividad como cervantista fue otra de las dimensiones literarias que cultivó con esmero, glosando, entre muchas otras, la figura y la obra del polígrafo Luis Astrana Marín, integrado como estuvo en la dirección de la Asociación Española de Cervantistas y en la de Hispanistas, desde donde dictó y promovió numerosas conferencias e iniciativas literarias al respecto. Su legado cervantista y madrileñista ha sido asumido por su hijo José Montero Reguera, catedrático de Filología y Decano de la Facultad de Filología y Traducción de la ciudad gallega de Vigo.
En el año 2015, su familia hizo entrega a una biblioteca pública de Almería, localidad andaluza patria chica de su tío, el músico José Padilla, de un legado bibliográfico de hasta 18.000 volúmenes que atesoraba en su biblioteca, en parte recibida de su padre y de su abuelo, en la estela de cuya influencia se mantuvo siempre con una impronta propia. Dotado de una personalidad relevante, profundamente culto y cultivado, con criterio firme, exhibido siempre con delicada y amistosa finura, sus allegados le atribuían a José Montero Padilla una sensibilidad y una capacidad de trabajo extraordinarias, alentadas por una empática vocación literaria que le llevaría a convertirse en “el escritor de los escritores”, caracterizado en sus escritos por mostrar una serena orfebrería a base de un léxico rico, una prosa teñida de lirismo y una didáctica elocuente: en una entrevista con EL PAÍS publicada en marzo de 2012, definió la palabra como “ese frágil, pero perdurable instrumento”.
Fuente: El País